mercoledì 11 luglio 2012

La última grabación de Hoffmann Sandor



La última grabación de Hoffmann Sandor









Sobre una pantalla vienen proyectados algunos retratos de Kafka.
Una voz en off:

La colonia penitenciaria está situada en una isla.
Un explorador extranjero llega y viene invitado a asistir a la ejecución de un condenado por insubordinación e insultos a un superior.
La pena viene ejecutada por medio de la “máquina”: una invención del anterior comandante. La organización de toda la colonia es obra suya.

El oficial encargado de la ejecución ilustra al explorador sobre el funcionamiento de la máquina.
La máquina está formada por tres partes: la parte inferior se llama la cama, la superior el dibujante y la de en medio, oscilante, el rastrillo.
Sobre la cama se tumba al condenado, completamente desnudo.
El dibujante es el conjunto de los mecanismos que hacen posible el funcionamiento de la máquina.
El rastrillo está hecho de cristal para permitir a todos el contemplar la ejecución de la condena; el rastrillo contiene las agujas que, descendiendo y vibrando, perforan el cuerpo.
Al condenado se le graba en el cuerpo la ordenanza que ha violado.

El condenado no sabe ni siquiera que ha sido condenado, no ha tenido modo de defenderse  y no conoce su condena: la deberá conocer sobre su cuerpo.
La culpabilidad está siempre fuera de discusión.
La ejecución dura doce horas. En las primeras seis el condenado vive casi como antes, sólo siente dolor. Sólo hacia la hora sexta el hombre se tranquiliza; hasta al más obtuso se le ilumina la inteligencia y el hombre descifra lo escrito con sus heridas.
Cuando la sentencia ha sido completada, el oficial y un soldado lo entierran.

Pero ahora, el nuevo comandante utiliza cualquier pretexto para ir contra las viejas instituciones (su modo de pesar está ligado a prejuicios de la cultura europea); sin embargo, el oficial consume todas sus fuerzas en mantener en funcionamiento lo que perxiste.
El oficial pide ayuda al explorador, en defensa de la máquina, del ordenamiento y del procedimiento, pero no la obtiene.
El oficial entonces libera al condenado, se pone a sí mismo en el lecho e inicia la máquina, que empieza a escribir sobre su cuerpo: “Sé justo”.
El explorador se aleja del lugar de la ejecución. Volviendo al puerto pasa cerca de los edificios de la autoridad, todos muy maltratados. El antiguo comandante está enterrado aquí.

“Aquí reposa el antiguo comandante”. Sus secuaces, que ahora tienen que mantenerse anónimos, le han excavado esta tumba y puesto esta lápida. Existe una profecía según la cual el comandante, después de un cierto número de años, resurgirá y guiará a sus secuaces a la reconquista de la colonia. Tened fe y esperad”.








Buenos días,

Me presento: mi nombre es Luigi Von Hessen, hijo del barón Karl Von Hessen y de la condesa Giovanna Visconti Ferrari… creo que no es necesario que diga nada más sobre mi familia de origen..
            Me encuentro aquí, en este palco, esta tarde, para cumplir con la última voluntad de mi padre, recientemente desaparecido, después de una larga vida marcada por un dolor insoportable.
            Dolor y vergüenza… que le llevaron, hace más de cincuenta años, a encerrarse en un silencio impenetrable… afasia total…

            Brevemente, mi padre nació en 1918, en Berlín, estudiante brillante, terminó sus estudios de secundaria con un cierto anticipo con respecto a la media.
            Después del instituto se inscribió en el Politécnico para seguir estudios de ingeniería mecánica… y también aquí los resultados fueron excelentes.
            Incluso, al mismo tiempo… mientras iba a la universidad, se dedicó también a ciertos intereses artísticos y filosóficos suyos… escribía cuentos, frecuentaba estudios de pintores… se sentía muy atraído sobre todo por el cine. Fue este interés el que le llevó a asistir a reposiciones de algunas películas, y a hacer amistad con algunos directores… algunos les dicen hoy “realizadores”.
            Este interés, estas amistades, condicionaron toda su vida.
            Por desgracia para él, el destino quiso que viviese en el lugar y en el periodo histórico dominado por el nacionalsocialismo.
            Nuestra familia… mi abuelo en particular, había siempre alimentado un cierto desprecio aristocrático y clasista por el nacionalsocialismo…
            Mi abuelo buscó todos los medios para no verse involucrado y mantener fuera a todos sus familiares, incluido mi padre.
            Por eso, cuando estalló la guerra, gracias a algunos conocidos, mi padre, en vez de ser enviado al frente oriental a defender los territorios conquistados en el este, fue incluido en los cuadros encargados de realizar documentales y películas para la propaganda del régimen y de sus “brillantes campañas”.

            Después de la guerra, mi padre fue sometido a un breve proceso, en el cual fue reconocida su inocencia con respecto a los graves crímenes de guerra cometidos en aquellos años. En el 47, después de un breve noviazgo, se casó con mi madre. Dejó Alemania y se trasladó a vivir a una villa de nuestra familia en el lago de Garda, cerca de Riva.
            Yo y mi hermana nacimos en el 49 y en el 51… en el 54 mi padre enfermó y desde entonces, casi siempre, ha necesitado atención. Sus jornadas transcurrían dando largos y lentos paseos, escuchando música, Bach, principalmente…
            Parecía… que no viese a nadie frente a sí… parecía siempre que mirase lejos… quizá al pasado…

            Cuando murió, con casi noventa años, recibí una carta del notario Casali-Borromeo, los notarios que de siempre se ocupan del patrimonio de nuestra familia. Me convocaban a su estudio para cumplir la última voluntad de mi padre. Para recibirme, además de Alberto, el actual responsable del estudio, estaba también el padre, el viejo Giovanni Maria… que tiene ya casi noventa años, y que para mi padre había sido algo más que un administrador… quizá fue su único verdadero amigo.
            Cuando llegué, me vino al encuentro sonriendo, como siempre. El estudio estaba en penumbra, a pesar de que a aquella hora del mediodía, normalmente, el estudio debería estar muy iluminado.
            No me hizo sentarme frente a la escribanía… me hizo acomodarme junto a él en el gran diván.. “Querido Luigi, te hemos llamado sólo ahora porque tu padre había marcado disposiciones precisas para que tu recibieses este material sólo después de su muerte… seguro que no imaginó vivir tanto… quizá temía que tú lo juzgases… se juzgaba ya a sí mismo, con dureza… no se perdonaba.. no quería olvidar. No quería olvidar…”.
            En este punto interviene Alberto “dejemos estar a los recuerdos. Escucha, Luigi, hay algunas cosas que te tenemos que entregar de parte de tu padre… son cosas que tu padre depositó aquí en 1954… en mayo del 54, poco antes de encerrarse en su silencio definitivo.
            Aquí hay un sobre… contiene un libro… y una vieja copia de “In der Strafkolonie”… “En la colonia penitenciaria”, de Kafka, y una larga carta para ti… y hay también dos cajas… en una hay una película… en la otra hay un viejo proyector… tienes que ver una cosa…”, después comenzó a montarlo “… ven, ven a ver cómo funciona… porque después, esta máquina, te la tienes que llevar tú…”
            Pocos minutos después estábamos listos. Hasta las últimas bombillas habían sido encajadas. Después de cincuenta años desde la última vez que se proyectó, estábamos a punto de ver … “En la colonia penitenciaria”, film inédito de Hoffmann Sandor, inspirado libremente en el cuento de Franz Kafka, montado por Karl Von Hessen.

            Hoffmann Sandor, director húngaro, judío, nacido en Budapest en 1906, activo en Alemania hasta los inicios de los años 30, como Lang, Ophüls y Billy Wilder.
            Cuando se le fue impidió trabajar, no quiso emigrar a América; su familia era acomodada, y prefirió vivir entre Berlín y Hungría, esperando tiempos mejores y escribiendo todo bajo seudónimo, o en nombre de otros, comedias ligeras, textos para operetas y adaptaciones de cuentos y novelas para el teatro.
            Capturado en Budapest y deportado en mayo del ‘44, murió en el campo de Kulmhof en enero del ’45, pocos días antes de la liberación del propio campo, muerto por un oficial de las SS que, presa de una furia incontrolable, disparaba a los deportados todavía vivos gritando “… ¡Destruid todo! ¡Destruid todo!”.

***
            “Querido Luigi, no sé después de cuántos años leerás esta carta; seguramente serás ya un hombre. Te escribo antes de que sea demasiado tarde, siento que hay algo en mí que no va: no consigo dormir, la noche… como cada vez menos y pierdo peso continuamente; cada poco caigo en episodios de depresión, y en la tentación de poner fin a mis días. Hasta ahora he resistido sometido a la voluntad de concluir un trabajo, un empeño que quizá vendrá a rescatar algo la memoria y el balance de mi vida. Que Dios tenga perdón de mi alma, y también tú, perdóname.
            Apenas he terminado de montar la película “En la colonia penitenciaria”, film secreto de Hoffmann Sandor, mi maestro y amigo. Si el notario Casali-Borromeo respeta mi voluntad, a estas alturas tú deberías haberlo ya visto. Es una obra completamente inédita. Su valor artístico y documental es incalculable. Ahora, sólo tú y el notario conocéis su existencia. Te la confío a ti, para que la des a conocer.
            Papá”

            En las otras páginas estaba la narración de sus encuentros con Hoffmann Sandor… la historia de la película… como nació… como fue realizada…

            Esta historia comienza alrededor de 1936; asistía al primer año de ingeniería mecánica en el politécnico de Berlín. La ingeniería no era mi único interés, pero la mecánica me producía curiosidad; me interesaba en particular la mecánica racional; estudiar y analizar el movimiento de un modo matemático, para poder construir máquinas de funcionamiento perfecto. En mi curso nos interesábamos también por la construcción de una nueva cámara registradora a color con el método Agfacolor; me fascinaba el funcionamiento de la máquina que podía grabar el movimiento, la acción…para luego restituirlo en la pantalla. Para probarlo recaímos en un estudio de grabación… estaban efectuando la grabación de una comedia mediocre; entre los presentes reconocí a Hoffman Sandor, un conocido de mi padre, húngaro. Su familia mantenía contactos con la nuestra.
            Trabajaba allí como escenógrafo. Le saludé y se alegró de verme; me invitó a un local allí cerca; comentó que “ahora, en estos tiempos…” cuanto menos se le viese, mejor para él… Podía hablar con libertad porque sabía que en nuestra familia ninguno tenía simpatía por Hitler. Tanto nosotros como él esperábamos con impaciencia que aquel período histórico llegase lo antes posible a su fin. El estaba convencido de que sucedería pronto.
            Se desahogó algo. Me dijo que el cine alemán ya no era lo que había sido… desde que sus amigos, los mejores… habían escapado a América. Me habló de Fritz Lang, de Max Ophüls, de Billy Wilder; me habló de cómo trabajaban, de cómo pensaban, de cómo eran. Me habló de sus películas, me las explicó… Yo tenía dieciocho años. El cómo las describía él era más hermoso que verlas en el cine. Era una narración fascinante y envolvente. Permanecimos allí toda la tarde, bebiendo cerveza. Él era mayor que yo, pero no se podía decir que fuese viejo; tenía sólo treinta años. Aquella tarde nos convertimos en amigos. Aquella tarde, él me contagió la pasión por el cine.
            Nos encontramos otras veces… a menudo. A veces en estudios de teatro, a veces al aire libre, donde se grababan documentales, pero cada vez más frecuentemente en locales, en cafés, en cervecerías, porque lo iban llamando cada vez menos. Consiguió explicarme muchas cosas, consiguió hacerme entender casi todo. Cómo se concibe una película, cómo se proyecta, cómo se realiza, cómo se instruye a los actores, cómo se hacen las tomas, cómo se hace el montaje. Todo. Me habló de cómo había comenzado, siendo el asistente de Lang; de cómo había realizado sus primeras películas, de cómo había obtenido sus primeros éxitos con dramas expresionistas como “La fuerza del odio”, “Contra el destino”, y sobre todo con “El castillo”, una parte de la novela de Kafka.
            Un año después, decidió dejar Alemania, pero ya, digámoslo así, estaba contagiado. Volvió a Hungría, donde estaba convencido de estar más seguro. Allí, el primer ministro, convencido del hecho de que los judíos eran la espina dorsal de la nación y que los tendría que haber protegido a ultranza, purgó una trágica decadencia para  toda Hungría.
            El último día antes de su partida, nos encontramos en el café de siempre. Él me dio un regalo que me había traído: una vieja edición de los cuentos de Kafka; una edición preciosa, que ya no se podía encontrar porque en aquella época era considerado un escritor degenerado; era un autor fuera de la ley, y sus libros habían sido quemados. He llevado siempre conmigo aquel libro, y me gustaría que en el momento de mi muerte fuese enterrado junto a mí… pero quizá sea mejor que lo conserves tú.
            Incluso después de su partida, continué yendo a aquellos estudios cinematográficos y empecé también a colaborar en la realización de documentales y grabaciones de propaganda.
            Cuando en el ’39 empezó la guerra, yo acababa de terminar mis estudios en el politécnico. Mi padre obtuvo del coronel Walter Staub, colaborador directo, podríamos decir que brazo derecho de Goebbels, que yo fuese incluido en el Ministerio de Propaganda, en las estructuras de producción cinematográfica. Trabajaría en la “fábrica del consenso”.

            Fui convocado al ministerio una mañana de febrero de 1940. Allí, tuve el primero de mis dos encuentros con el coronel Staub. Era una mañana fría, con el cielo cubierto. Llegué puntual, como siempre, es más, con algún minuto de anticipo. Fui acogido casi inmediatamente. El estudio estaba decorado con muebles oscuros, pesados. Las banderas y los estandartes rojos y blancos, con las cruces gamadas daban un tono de vulgaridad a todo el ambiente. El encuentro fue desagradable. El coronel no podía tenderme una emboscada fácilmente; el respeto por mi padre y por quien me había recomendado se lo impedían. Seguramente sabía del poco entusiasmo, es más, del fastidio que caracterizaba las relaciones de mi padre con el régimen, y por lo tanto no paró de exaltar largamente el heroísmo y el valiente sacrificio de los jóvenes comprometidos en Polonia.
            Después de haberse desahogado, dijo que también la actividad de propaganda tenía un papel central para sostener el entusiasmo de la población civil hacia las empresas del Führer, del pueblo y del ejército alemán… sin embargo, su opinión personal era que los medios más eficaces eran la radio y las concentraciones masivas, donde Hitler en persona, como un faro luminoso, irradiaba directamente, con su inagotable energía, a cada una de los millares de personas congregadas para escucharlo y venerarlo.
            Estaba perplejo por la eficacia del cine… sostenía que las películas documentales de Leni Riefenstahl podían, sí, restituir… aunque sólo parcialmente, la grandeza de la Alemania nacionalsocialista. Era también contrario a los documentales… los documentales del frente o de los campos de trabajo, podrían mostrar una visión superficial, y por lo tanto distorsionada, de la realidad.
            Por ejemplo, si en un documental del frente se mostrase a un soldado herido, o un soldado muerto, la mayor parte de los espectadores verían sólo a un muerto o a un herido, y probablemente provocaría piedad y decepción. Pero, ¿Cómo mostrar el alma de un soldado, su espíritu de sacrificio, la alegría de sacrificarse por la victoria del pueblo alemán en nombre del triunfo final?
            Con tono de aburrimiento añade que quien se dedica a documentar con imágenes… tiene que ser hábil para mostrar las cosas de modo que puedan servir de verdad a la causa; es difícil mostrar la realidad… la verdadera realidad… hacerla creíble sólo con las imágenes... si no se puede hacer, mejor no mostrar nada.
            No hay que olvidar nunca que aquello que se muestra podría ser fácilmente instrumentalizado por el enemigo…
            Mejor… mucho mejor la radio. Por radio, es mucho más fácil, usando palabras fuertemente evocativas, construir la verdadera realidad… una realidad que a algunos podrá parecer falsa, pero que sin embargo puede ser más auténtica y más real que aquella que vemos.
            Terminó citando al Führer: “Las grandes masas son más fácilmente víctimas de un gran mentira que de una pequeña”. Y añade: “Yo diría que las grandes masas no están en grado de reconocer por sí solas la verdad auténtica; y es por lo que tenemos que trabajar nosotros en este ministerio. No lo olvides nunca”.
            Me acompañó entonces a un despacho vecino al suyo donde un empleado me dio las indicaciones necesarias para iniciar mi servicio.
            Durante casi cuatro años estuve ocupado en documentar los trabajos del ejército alemán en todos los frentes de guerra. Principalmente se trataba de materiales destinados al NODO. Naturalmente, en mi trabajo me atenía escrupulosamente a las directivas del coronel Staub. Un cultivado trabajo de reticencias… ¡conseguido simplemente poniendo la cámara, en el sitio justo, en el momento justo!
            En la primavera del ’44, mientras me encontraba en Berlín para el montaje de algunos materiales tomados en el frente, fui convocado de nuevo al ministerio. Me recibió de nuevo el coronel Staub, por la segunda y última vez.
            Las cosas se estaban poniendo mal desde todos los puntos de vista, pero lo que más le fastidiaba al Ministerio de la Propaganda era que los “rumores, las denuncias, la propaganda del enemigo” cada vez más insistentes sobre lo que sucedía en los campos, se estaban difundiendo por todo el mundo, y la hostilidad de las opiniones públicas frente al nacionalismo estaba creciendo cada vez más. Había llegado el momento de construir una “gran mentira”. Los otros pueblos no podían comprender la importancia del “trabajo”… llamémoslo así, que se estaba haciendo en los campos.
            Se me confió un gran proyecto. Fui destinado al campo de Kulmhof, en Polonia, a unos cien kilómetros de Poznan; un campo que se distinguía por la especial eficacia debida a la extraordinaria capacidad organizativa del comandante que lo había dirigido hasta hacía poco tiempo, poco antes de morir de infarto, en plena actividad, con sólo sesenta años. Aquí debería grabar una película; no sólo un documental, sino una auténtica y verdadera película de ficción, para mostrar al mundo la “verdadera” realidad de los campos.
            Me confiaron también una plica, no muy voluminosa, pero muy precisa, sobre aquello que tenían en mente, y que yo debía realizar.
            Había que mostrar, antes que nada, que en los campos todos los internos eran tratados con respeto y humanidad; todos estaban bien nutridos, con alimentos pobres, pero sanos; los ancianos cuidados y respetados; se les pedía consejo; los niños instruidos, educados en las ciencias, en las matemáticas, en la literatura, en la música y, sobre todo, educados en los sanos principios de la Alemania nazi.
            Las muchachas estudiaban danza y presentaban pequeños espectáculos en el teatrillo del campo.
            Había que mostrar que los internos, hombres y mujeres, estaban felices de trabajar en las industrias que surgían en torno al campo; industrias eléctricas, mecánicas, químicas, militares. Todo por el éxito de nuestra Alemania. Todos eran voluntarios; todos invitados a permanecer, pero todos libres de irse prácticamente en cualquier momento.
            Es lo que teníamos que contar: libres de irse, perdiendo muchos privilegios, es verdad. Libres de irse esos pobrecitos que “no entendían”, esos pobrecitos que querían salir del camino luminoso que conducía derecho a la gloria, esos pobrecitos, esos perdedores, destinados a faltar para siempre a la cita fatal con el destino y a pedir limosna en la esquina de cualquier calle..

            Cuatro días después llegué al campo de Kulmhof. Me habían puesto a mi disposición un coche con el técnico que hacía también de chófer. Junto a nosotros viajaba también un camión, con dos operarios especializados en escenografía, a quienes se les encargó de la cámara, los negativos, los reflectores, materiales de carpintería, algún elemento de escenografía que en Berlín se había pensado que serían útiles. Conmigo viajaba el escenógrafo, un arquitecto muy silencioso; probablemente bajo sospecha. Continuaba tomado fotografías con su Voigtländer. Fotos de paisajes, pero de vez en cuando en su objetivo entraban también las ruinas dejadas por los bombardeos enemigos. Tenía también un cuaderno para pintar en el cual trazaba bocetos en blanco y negro con un lápiz blando. En cada folio metía también apuntes sobre el lugar, el día y la hora.
            Durante el viaje empecé a estudiar el diseño del documental de “ficción”. Para cada escena le preguntaba su parecer sobre la viabilidad, y él enseguida trazaba dos o tres bocetos, que comentaba, para mostrarme los pros y los contras de las varias opciones y permitirme elegir.

            El campo se encontraba en una zona bastante aislada, un claro a casi cinco kilómetros del centro habitado, pero separado por un bosque.
            Llegamos avanzada la tarde. Fuimos recibidos por el vicecomandante. El comandante había debido ir a Berlín para presentar un informe sobre el funcionamiento del campo, y llegaría el día siguiente. Fuimos acompañados a nuestros alojamientos y el vicecomandante nos informó que la cena se serviría a las siete en punto. Durante la cena nuestro anfitrión fue muy amable con nosotros; nos dijo que era sin duda un gran honor que este campo hubiese sido elegido para la realización de un documental sobre la gran obra que estaba realizando el Tercer Reich. Evidentemente no había comprendido bien el sentido de nuestro trabajo. Intenté no contradecirlo, dando genéricas respuestas de cortesía, reiterando que tendríamos necesidad de su ayuda y de todos los que se encontraban en el interior del campo. El nos garantizó que haría todo lo que estuviese en su mano para darnos un apoyo incondicional. Al final de la cena me invitó a su habitación para ofrecerme un coñac y mostrarme los diseños de algunos “proyectos importantes”. Evidentemente le había inspirado confianza; quizá confundiendo mi cortesía con una suerte de complicidad, y entonces, en el espacio privado de su habitación, abrió su corazón y su mente.

            Lo primero, la admiración sin límites por el director precedente, aquel que había dirigido la construcción del campo y puesto a punto el reglamento y el funcionamiento. Sostenía que con él me habría encontrado estupendamente, porque también él era un ingeniero. Había fallecido por un infarto hacía seis meses; había dedicado todas sus energías al campo, y en el campo había querido ser enterrado, en una tumba humilde, bajo una simple lastra de mármol, en lo alto, sobre la colina.
            En su opinión, era un ingeniero genial; sí, un genio que había puesto a punto métodos cada vez más eficaces para combinar el trabajo forzado con el exterminio sistemático. El objetivo era eliminar el mayor número de “piezas” del modo más rápido y eficaz, era necesario ahorrar munición, imprescindible para el avance en el frente oriental, y había soluciones mejores que las cámaras de gas. Me mostró dibujos, proyectos; había una especie de silla de dentista que contenía una hoja muy fina, una especie de lezna que con mecanismo de resorte se introducía en la nuca produciendo una muerte inmediata… una especie de garrote vil. Simple, económico, veloz e incluso humanitario, porque la víctima moría sin dolor, casi sin darse cuenta.
            “Es necesario que el verdadero culpable pague la pena justa por su delito, pero con los métodos más humanitarios”, dijo.
            Estaba también el proyecto que mostraba cómo debía estar dispuesto el “estudio”, con huecos para facilitar la salida del cadáver, y su sucesiva ubicación.
            Estaba dolido porque con la muerte del antiguo comandante todos estos proyectos maravillosos se habían enterrado. Kulmhof se habría tenido que convertir en el modelo para todos los campos del Reich. Comenzó a lamentarse; en Berlín seguramente no habían comprendido la importancia de aquellos proyectos, y el nuevo director no hacía nada para desarrollarlos ni para obtener las necesarias autorizaciones para su experimentación.
            Los vasos de coñac que el vicecomandante había vaciado comenzaron a hacer su efecto. Vino fuera toda la rabia que quemaba su alma. A su entender, el nuevo comandante le había pasado por encima sólo porque era amigo y pariente de personalidades relevantes del régimen. El puesto de director era para él; él, que había estado desde el principio con el antiguo comandante; él, que había visto nacer el campo, crecer y convertirse en aquel magnifico ejemplo de eficacia que toda Alemania admiraba; él, que conocía todos los proyectos para mejorarlo.
            Sin embargo, el nuevo director no facilitaba la actividad del campo, es más, la ralentizaba, por no decir que de algún modo la obstaculizaba.
            Expresó todo su desacuerdo con la disminución del número de deportados que eran llevados a las cámaras. Me mostró listas detalladas y meticulosas de registros de las ejecuciones, de las muertes por enfermedad, de las muertes producidas en las cámaras de gas.
            “Mientras que en todo el Reich los campos aumentan su eficiencia, siguiendo las directivas provenientes de Berlín, nosotros sólo registramos una disminución… casi del 14%... en los últimos tres meses”
            “La eficacia de nuestra estructura es la única forma de juzgar lo que es bueno de lo que es malo”.
            Abrió una navaja con las cachas de hueso blanco y con la hoja toda decorada; lo dejó encima de la mesa; “Esto me lo dejó el antiguo comandante, ¡mañana le haré ver como lo utilizaba él…! Le espero a las siete para mostrarle el funcionamiento del campo, quiero mostrárselo antes de que llegue en nuevo comandante. Buenas noches.”

Al día siguiente, a las siete de la mañana, estábamos en el centro de la gran plaza. Los internos habían sido desplegados, y el vicecomandante paseaba adelante y detrás de forma nerviosa. Cuando un hombre estornudó, el vicecomandante primero se paró, después se acercó al hombre; había encontrado el pretexto que buscaba. Lo hizo salir de la formación.
“¿Qué significa este estornudo?” El hombre no respondió. “¿Es quizá un modo de hacer entender a nuestros invitados que la ropa que os ha sido asignada no os cubren suficientemente?”
“¡No señor, no!” El vicecomandante le arrancó la chaqueta y le dejó con el torso desnudo.
“… ¿es quizá un modo de dar a entender que en vuestro alojamiento no hay suficiente calefacción?”
“¡No señor, no!”
“Sabes… hay más calefacción de la que pueda haber en las casas de tantos alemanes que mueren de hambre y frío, por esta guerra…
Nosotros hoy actuamos en el nombre del creador omnipotente… Combatiendo contra el judío, ¡nosotros combatimos por la obra del Señor!” Gritó de modo que toda la plaza le oyese.
Después se volvió a mí. “Sabe, señor oficial, este individuo es un… judío… -dijo esta palabra con una cierta precaución- gracias a la estrella amarilla se les reconoce rápido… -vaciló un instante como si estuviese terminando de cargarse de rabia, y después, con voz controlada, pero feroz, dijo- … habría que tatuársela sobre la piel… no cosérsela en la chaqueta… lo decía también el antiguo comandante… él lo hacía así…” y en ese momento sacó la navaja y le dio seis cuchilladas en pleno pecho, dibujando una estrella de sangre. El hombre comenzó a perder sangre abundantemente, pero permanecía de pie sin apenas moverse. Y entonces, el vicecomandante le clavó el cuchillo en el corazón y el hombre calló al suelo.
El oficial vino hacia mí mientras que los otros deportados, a las órdenes de otros oficiales, se alejaban para dirigirse a sus puestos de trabajo. El cuerpo del hombre muerto permaneció en el suelo, allí donde había caído.
“Los medios para gobernar el campo son la fuerza y el terror – dijo.
Tenemos que cerrar los corazones a la piedad y asumir un comportamiento brutal.
Tenemos que ser crueles, tenemos que acostumbrarnos a ser crueles, nos mantendremos a pesar de todo con la conciencia limpia… aniquilar una vida sin valor no comporta pena alguna. El débil debe ser destruido”. Hablaba como un autómata, como si repitiese una lección aprendida de memoria.

El campo era realmente grande, se necesita toda la mañana para recorrerlo, para visitar las barracas, los servicios, los hornos crematorios. El vicecomandante me explicó el funcionamiento de todo aquello que visitamos, y sobre todo me ilustraba sobre los cambios que el antiguo comandante habría querido realizar para conseguir un campo aún más eficaz.
Sin embargo, todo sumado, en ese momento el funcionamiento no era diferente del de los otros campos: a la llegada, los prisioneros venían separados en dos grupos: los deportados demasiado débiles para trabajar eran eliminados inmediatamente en las cámaras de gas, y sus cuerpos eran quemados; los otros eran utilizados en las fábricas situadas dentro o alrededor del campo. El tifus, el hambre, los ritmos de trabajo extenuantes hacían disminuir el número de deportados cada día.

A mediodía, cuando volvimos, el comandante acababa de llegar. Parecía bastante cansado. Me invitó a comer en su mesa y me pidió hablar sobre el proyecto. Le dije cuáles eran las intenciones del ministerio, y le expresé también mis dudas sobre poder realizar adecuadamente el trabajo, después de lo que había visto por la mañana. Cuando partí de Berlín imaginaba que la situación en los campos sería dramática, pero no hasta aquel punto. No respondió, me dijo que por la tarde daríamos de nuevo una vuelta, yo y él, una inspección, y analizaríamos qué se podía hacer. Evidentemente no tenía intención de hacerse escuchar por los otros oficiales mientras expresaba su pensamiento.
Durante el paseo vespertino, lejos de oídos indiscretos, me expresó todo su pesimismo sobre la situación. Ya estaba claro: la guerra estaba perdida, el fin inminente era cuestión de pocos meses. Fue muy duro con los aparatos de propaganda del régimen. La propaganda ha anulado la razón, la lógica, la evidencia. “La propaganda ha anulado el pensamiento, en vez de escuchar las palabras de nuestros filósofos, de nuestros escritores, de nuestros poetas, nos hemos dejado deslumbrar por rumores de.. de los rumores de la propaganda. Somos todos culpables, vosotros… incluso más que nosotros. De todas formas, ya no se puede hacer nada. Es necesario pararse antes. Ahora, es necesario recitar hasta el final nuestra parte, cumplir con nuestro deber, y asumir nuestra responsabilidad”.
Terminamos nuestro recorrido en silencio.
Yo me retiré a mi alojamiento, y comencé a trabajar sobre los materiales que había recibido en el ministerio. Durante el viaje había tomado notas para “Una jornada en el campo de Kulmhof”. La estructura del documental debía mostrar el amanecer del sol sobre el campo, el despertar, la higiene matinal, con la gimnasia al aire libre… después los adultos al trabajo, hombres y mujeres, y los niños a la escuela. Las cocinas donde se preparaban los alimentos y la pausa para la comida, un breve reposo antes de retomar la actividad vespertina, los niños haciendo deberes, ejercitándose en la música, las muchachas en el canto y en la danza. Tiempo libre para los propios intereses antes de la cena, y también lecciones de “historia y educación” para todos. El reposo nocturno, mientras la luna ilumina el bosque.

En los días sucesivos mostré el proyecto al escenógrafo, al comandante y al vicecomandante del campo. Discutimos sobre cómo poder realizar las escenas previstas. Algunas, con algunos acoples, se podían realizar incluso de manera inmediata. Para otras las cosas eran más complicadas.
Para la gimnasia al aire libre, bastaba con ocultar el fango de la plaza de armas, orientar la cámara hacia lo alto y mostrar sólo rostros sonrientes y primeros planos contra el cielo azul. Para las cocinas se podían hacer tomas en el comedor de los oficiales.
Para las tomas con los niños, sin embargo, las cosas eran más complicadas. Los niños, según llegaban al campo, eran llevados a las cámaras de gas. Decidimos que para las próximas llegadas se retrasaría la operación, para posibilitar las tomas. El asunto suscitó las protestas del vicecomandante que veía en esta elección una posterior reducción de la eficacia del campo. Propuso que para rodar estas escenas se utilizasen a los niños del pueblo, pero el comandante le hizo callar haciéndole observar que nadie habría podido confundir nuestros niños arios por niños judíos.
Se tenía también que encontrar el lugar donde poder grabar la escena, pero en el campo no había. Se decidió ir a la escuela del pueblo y adaptar un aula. También aquí el vicecomandante puso la objeción de que si se consentía con tanta facilidad a los niños salir del campo, éstos se podrían escapar, o ser raptados con cierta facilidad, desperdiciando así todo el trabajo de recolección desarrollado previamente. El comandante aceptó las observaciones y dispuso un “servicio de vigilancia de hierro” de modo que ni uno sólo de los niños pudiese sustraerse a su destino.
Cuando empezamos las tomas, descubrimos que entre los niños que debían, digámoslo así, asistir a la escuela de música, sólo cinco sabían leer solfeo o sostener correctamente un instrumento. Uno de los soldados, que de civil era maestro de música, fue el encargado de enseñar a los niños las posiciones adecuadas, de modo que durante las tomas pareciese que de verdad se estaban haciendo los ensayos de la orquesta de los pequeños. Durante el montaje se añadiría la música grabada en otro sitio.
Trabajamos en esto cerca de dos meses, enfrentándonos continuamente a la irritación creciente del vicecomandante, que se volvía cada vez más impaciente y sólo esperaba el momento en el que las tomas y nuestro trabajo se hubiese acabado.
Yo también habría querido acabar lo más rápidamente posible.
Lo que estaba viendo desde que llegué al campo era incomprensible. Decir que era monstruoso, que era horrible, es tan restrictivo que, como todos los lugares comunes, no dice nada.
Yo, debía contribuir a construir una enorme falacia para la máquina de propaganda nazi, una falacia en la que, para ser sinceros, muchos querían creer, lo mismo en Alemania que fuera; “Pertenece al mecanismo de la opresión prohibir el conocimiento del dolor que produce” habría escrito Adorno algún año después.
A la mitad de mayo llegó un tren lleno de deportados. Eran todos húngaros. El comandante dio la orden de suspender el procedimiento normal; los recién llegados podían ser útiles para las tomas de la película. Naturalmente el vicecomandante sostenía que no había puesto para todos en las barracas, y que al menos una cierta selección, que podría llevar a cabo él mismo, debía llevarse a cabo. El comandante fue intransigente a pesar de todo: los viejos y las mujeres servían para crear un ambiente de familia, los enfermos debían servir para las clínicas y el hospital del campo; todos los hombres debían participar del trabajo y todos los internados, todos, debían ser tratados con una cierta humanidad.
Los recién llegados fueron encuadrados en la gran plaza del campo y se procedió a la identificación y al registro.
Yo y el comandante asistimos a las operaciones, cuando, en un momento dado, me sentí observado. En la fila de los hombres adultos un hombre me miraba, con una mirada vagamente interrogativa. Le reconocí, y él se acordó: era Hoffmann Sandor. Desde que llegué al campo temía que este momento llegase; temía verle comparecer delante… esperaba que hubiese conseguido huir a América o a Suiza… aquella mañana, sin embargo…
Intercambiamos un gesto de comprensión mínimo. Temía que dar a conocer el que nos conocíamos pudiese perjudicarle de algún modo. Esperé con paciencia que llegase su turno y cuando estuvo delante del banco, me paré a escuchar.
¿¡Apellido y nombre!?
            Hoffmann Sandor
¡Fecha de nacimiento!
            22 de marzo de 1906
¿Lugar de nacimiento?
            Budapest
¿Proveniencia?
            Budapest
¿Trabajo desempeñado como civil?
            Escritor,… director de teatro y de cine.
“Es decir, ¡un “artista”!” exclamó el vicedirector que se había acercado como sospechando de nuestro acercamiento.
“Podría ser útil para la realización del documental” le respondió rápidamente el director, después se dirigió a mi “Se lo confío, estoy seguro de que su ayuda será útil para el trabajo de elaboración de una película… tenemos tan pocas personas competentes…”.
Incliné la cabeza como señal de acuerdo; dejé que las operaciones de registro prosiguiesen mientras me alejaba lentamente en compañía del capitán.

Esa noche mandé buscar a Hoffmann Sandor y lo hice venir a mi alojamiento. Cuando entró le invité a sentarse en un sillón cerca del mío. Se sentó y comenzó a mirarme sin hablar; le di de beber, cogió el vaso, pero continuaba mirándome. Tenía razón, ero yo quien tenía que dar explicaciones.
Le conté todo lo que había sucedido desde que nos habíamos separado.
Le hablé de mi encargo; le hablé de toda mi perplejidad en torno a la propaganda, sobre el nacionalsocialismo, sobre Alemania, sobre la guerra, sobre el futuro.
No había buscado verme involucrado, pero lo estaba… completamente involucrado.
¿Qué podía hacer? ¿Qué se podía hacer?
Hoffman Sandor me escuchó.
Le conté lo que sucedía en el campo y le describí algunas escenas a las que había asistido, incluida la del primer día, la del cuchillo… y la estrella de David de sangre; “Los medios para gobernar el campo son la fuerza y el terror”, repetí las palabras del vicecomandante, que a su vez citaba a Hitler.
Hoffmann Sandor me escuchaba pensativo; de vez en cuando sacudía ligeramente la cabeza y repetía por lo bajo “Qué vergüenza.. qué vergüenza…”, después, pasado un tiempo, le volvió la sonrisa… la sonrisa irónica de un tiempo, como si se le hubiese venido a la cabeza una idea genial, épica.
Me miró con una mirada astuta y me dijo en bajo: “Estoy seguro de que lo tienes aquí”. Le miré sólo unos segundos, abrí la maleta, lo cogí y se lo di.
Comenzó a hojearlo y leyó alguna línea por encima.

“Un pequeño valle sin sombra… profundo, arenoso, aislado de ninguna pare…”, parece esto, ¿verdad?
“… el condenado… un hombre medio aturdido… los cabellos y el rostro en desorden… tenía el aspecto de un perro sometido…” … me miró de soslayo, cabeceando
“… la máquina es una invención del comandante precedente.. el mérito le corresponde sólo a él… la ordenación de toda la colonia es obra suya…” parecían las palabras del vicecomandante.
“… los viejos dibujos del comandante…soldado, juez, ingeniero, químico…”
Escucha “… el ordenamiento de la colonia está tan cerrado, que su sucesor, incluso si tuviese mil proyectos nuevos en mente no habría podido, en muchos años, cambiar nada de lo que estaba hecho…” … es exactamente así… ¿verdad?
Leyó la descripción de la máquina.
“¿Ves? Kafka sabe que toda máquina tiene un funcionamiento secuencial… como el motor de los automóviles… cuatro tiempos… y así, ha imaginado una máquina formada por tres partes… tres tiempos…
el primero es la cama… el condenado viene lo primero extendido en el lecho, y aquí viene sujeto, inmovilizado… se le arranca su dignidad… es lo que nos ha sucedido a nosotros… nos han sacado de nuestra casas, hacinados en carros para animales… encerrados, numerados…
después viene la segunda parte… el dibujante… el montaje de los engranajes que determinan el movimiento del rastrillo… de la máquina que mata… cada soldado aquí es una parte de la máquina, cada procedimiento es una parte de la máquina…
y por fin el rastrillo, la cámara de gas, los hornos crematorios… donde la condena consigue su cumplimiento.. Kafka había imaginado que la máquina que mata tenia una parte de cristal para permitir a los observadores mirar… aquí, sin embargo, no quieren mostrar lo que sucede de verdad… no quieren mostrar el modo en el que vienen tratados los deportados… aquí la máquina de la propaganda debe esconder la verdad…”.
Se quedó pensando unos segundos, y después precisó mejor “… es decir, no es exactamente así… has dicho que el antiguo comandante tenía la costumbre de matar grabando con el cuchillo una estrella de David en el cuerpo de la víctima… entonces… todos en el campo lo tienen que ver –“los medios para gobernar el mundo son la fuerza y el terror”- … pero fuera… fuera del campo nadie lo puede saber”.
Permaneció en silencio, después, con cara de complicidad me lanzó el reto: “Tú podrías ser el cristal… tú podrías hacer ver... tu podrías grabar… con el pretexto de probar las luces, los encuadres… tu podrías filmar las cosas como son realmente… sin construir mentiras… sin hacer ver nada más que lo que ocurre realmente… - se calló un instante- … se lo debes…. a esos muertos”.
Me parecía estar viviendo la escena en la que Antígona invita a su hermana Ismene a enterrar el cuerpo del hermano muerto, abandonado en el campo de batalla.
Sí. El único modo de rescatar mi dignidad sería el de contar la verdad. Debía contar la verdad.
Su idea era la de grabar en paralelo dos películas; una sería la película que la propaganda quería, la otra representaría la realidad… la verdad.
Para el revelado mandaría sólo las cintas de la película de propaganda, las otras las clasificaría como tomas falsas, imperfectas, para no revelar, pero las conservaría yo, escondidas, hasta el momento en que pudiese hacerlas revelar, en un lugar seguro, quizá en el extranjero. Era una idea excitante… y era realizable… por otro lado, en lo que concernía a la producción, tenía una cierta autonomía.
Hoffman Sandor sabía que diría que sí, y sin esperar la respuesta continuó leyendo, casi divertido y asintiendo continuamente, como si encontrase continuamente verificaciones de su teorema:
“Nada turbaba el funcionamiento de la máquina, en el gran silencio se oían sólo los suspiros del condenado…
Al condenado le viene escrito sobre el cuerpo la orden que ha violado…
¿Conoce su condena? No, sería inútil comunicársela… la conocerá sobre su cuerpo…
¿Sabe al menos haber sido condenado? No, ni siquiera eso…
¿Y la defensa? … no ha tenido modo de defenderse…
La escudilla…. hay una papilla de arroz caliente, y el hombre, si tiene ganas, pude comer cuanto pueda coger con la lengua. Nadie deja escapar esta oportunidad…
En las primeras seis horas el condenado vive casi como antes, sólo siente dolor…
Solo hacia la sexta hora pierde la gana de comer…cómo se agarrota el hombre después de la sexta hora… al más torpe se le abre el entendimiento… el hombre descifra lo escrito en sus heridas…
            … aquí reposa el antiguo comandante. Sus secuaces, que ahora tienen que permanecer anónimos, le excavaron esta tumba y le pusieron esta lápida. Existe una profecía según la cual el comandante resurgirá pasado un cierto número de años, y guiará esta casa y a sus secuaces a la reconquista de la colonia. Tened fe y esperad.”
            ¡Da miedo ¿eh?!... Pero, ¿no lo ves?... ¿no lo ves? Kafka era un profeta… uno de esos que ven antes… que comprenden antes… antes de que las cosas pasen…

            Desde ese día empezamos a documentar todo. El comandante se dio cuenta del cambio que se había producido en nuestro modo de trabajar, pero no quiso intervenir.
            Grabamos la llegada de nuevos trenes; los deportados destrozados que descendían de los vagones después de días de viaje en condiciones inhumanas; la clasificación, la numeración, el comienzo del trabajo, a menudo inútil, siempre destructivo; pequeños y grandes abusos; la humillación impuesta a las mujeres, desnudadas públicamente… rasuradas todo el cuerpo; las humillaciones impuestas a los viejos, a los que les venía medidas la nariz, las orejas y otras partes del cuerpo para grotescas estadísticas antropológicas. Grabamos la conducción a las cámaras de gas; retomamos a los muertos y el humo que salía de los hornos crematorios. Lo retomamos todo.
            Yo trataba de prolongar al máximo el trabajo; sabía que, una vez que me fuese, para Hoffmann Sandor habría llegado el fin casi de forma inmediata, el vicecomandante por supuesto le haría pagar duramente el trato de favor recibido hasta entonces.
            Llegó el mes de diciembre, las cosas se ponían mal para Alemania.
            El comandante había comprendido cuál sería la evolución inevitable y ya próxima, y así, para salvarse a sí mismo –no lo juzgo, no me corresponde- en los primeros días de diciembre decidió volver a Berlín, desde donde consiguió huir a Sudamérica. La dirección del campo pasó a las manos del vicecomandante. Las crónicas sobre el estado de la guerra hablaban de una situación cada más crítica. El comandante estaba preso de un frenesí histérico, continuamente repetía que necesitaba imperiosamente llevar a término la obra. Las masacres se retomaron furiosamente.
            Nosotros grabábamos todo; teníamos que documentar todo lo que estaba ocurriendo.
            El vicecomandante incluso deliraba: “Yo consumo todas mis fuerzas para mantener con vida lo que existe, para completar lo que ha sido comenzado y tiene que ser forzosamente llevado a fin… no hay tiempo que perder… hoy se oyen cada vez más… discursos ambiguos…”, veía en todos sitios complots y traiciones: “es imposible que una obra así no deba… no pueda ser finalizada por culpa de…”. Odiaba al comandante por haber obstaculizado con distintos pretextos el trabajo en el campo” … es inaceptable su modo de pensar, ligado a prejuicios de la moralidad liberal y cristiana…”; la crítica era, ni siquiera de un modo velado, dirigida contra nosotros, que con nuestras exigencias habíamos ofrecido al comandante más de una ocasión para retardar el trabajo.
            Le grabamos también a él mientras desfogaba su rabia con palabras, pero también con una brutalidad ya sin freno. Hacia la mitad del mes de enero se empezaron a oír los ecos de los bombardeos de las fuerzas rusas que estaban avanzando. El vicecomandante ordenó furiosas ejecuciones en masa. Los cuerpos de las víctimas venían amontonados en grandes cúmulos, rociados con gasolina y entregados a las llamas.
            Cuando el 25 de enero, al fondo del camino que llevaba al campo, aparecieron tres carros armados soviéticos, y detrás suyo un grupo de soldados rusos, nosotros estábamos todavía haciendo grabaciones. El vicecomandante empezó a disparar a lo loco gritando “¡Destruid todo… destruid todo!”, llegó hasta nosotros y para soltar toda su rabia descargó todo lo que quedaba en el cargador de su pistola contra Hofmann Sandor. Después arrojó su pistola contra el cadáver que ya yacía por tierra, y yo continuaba grabando. Me miró con odio feroz, se quitó la ropa, permaneció a pecho descubierto, aferró el cuchillo que el comandante le había dejado en herencia y, con movimientos rápidos, en pleno pecho, trazó una cruz gamada de sangre. Después apoyó la punta del cuchillo contra el pecho, en la parte del corazón, y se arrojó a tierra de forma que se le clavase, con el peso, toda la hoja. Murió así, en un charco de sangre. Hice dar la vuelta al cadáver, la esvástica incisa en el pecho del vicecomandante fue el último encuadre. Incluso esta última escena, el suicidio del vicecomandante, había estado prevista por Kafka. También el oficial de Kafka, al final, se suicida en la máquina de la Colonia Penitenciaria proclamando su obstinada y delirante fidelidad al programa del proyecto, hasta en el momento final y decisivo de la revelación innegable de toda su evidente locura.
            Continué grabando hasta la llegada de los soldados rusos.
            Mientras los soldados rusos miraban a su alrededor atónitos, algunos SS que no se habían rendido y se habían refugiado en un barracón, lanzaron dos bombas de mano. Los rusos corrieron a ponerse a salvo; hubo momentos de pánico; y yo los aproveché para sacar de la cámara el último rollo de película y correr al pueblo; lo confié al párroco católico de la iglesia, y le rogué con todo el alma que lo escondiese y lo conservase hasta que yo volviese a por ellos… cosa que hice después del proceso.
            Sí, porque después de la guerra, como sabrás, hubo un proceso. Un proceso pequeño, no tan famoso como el de Núremberg; un proceso pequeño, frente a una pequeña comisión. 
            Conté simplemente la verdad, admitiendo mi participación en los programas de propaganda; conté todo aquello de lo que fui testigo en el campo; conté también mi encuentro y colaboración con Hoffmann Sandor, evitando sin embargo cualquier referencia a la película paralela. No quería que los materiales que se habían grabado secretamente cayesen en las manos de rusos, americanos o cualquier otro.
            No, nuestras grabaciones eran documentos reales, pero eran sobre todo los materiales para construir una obra de arte, tal y como yo y Hoffmann Sandor la habíamos concebido. Yo, yo sólo, podía y debía hacer el montaje.
            En el proceso admití mis culpas: la bellaquería de no haber querido involucrarme, la bellaquería de una neutralidad inaceptable, la bellaquería de querer estar por encima de las partes, la bellaquería de la falta de claridad, la bellaquería de la espera, en la esperanza de que el tiempo lo resolviese todo. Sí, admití mis culpas.
            Yo había sido cómplice de la propaganda… la propaganda, ese carnaval, esa mascarada capaz de transformar la danza macabra de los regímenes en una fiesta triunfal capaz de encantar… de hipnotizar, de exaltar pueblos enteros; esa propaganda que se impulsa en la estupidez de quien escucha; esa propaganda que trabaja destruyendo sus frutos envenenados: los primeros de todos el miedo y el odio; ese miedo y ese odio que generan la intolerancia, la violencia, la brutalidad y el asesinato. Ese miedo y ese odio que llevan al aniquilamiento de la dignidad humana, la propia y la de los otros.
            La propaganda es la peor de las armas de los regímenes totalitarios; la propaganda es peor que la peor policía secreta que secuestra, tortura y mata; la propaganda es el arma con la que los regímenes deforman hasta lo más profundo la identidad de los pueblos, y así haciendo lo destruyen.
            No era el único culpable, lo sabía. La propaganda se había servido también de la radio y de los periódicos. Tenían también culpa la escuela y los profesores, la iglesia con sus pastores y sus sacerdotes. Todos, casi todos, silenciosos y reticentes. Todos habían renunciado a proclamar la verdad. Todos habían renunciado a su función educativa.
            Tenía culpa también la comunidad internacional… también la comunidad internacional había dado sus pequeños pasos… sí, también aquellos que entonces nos juzgaban, no habían estado siempre lúcidos y determinados en sus acciones contra el nacionalsocialismo…
            … y cuando los pequeños pasos llevaban al punto de no retorno… cuando llega el momento de la impotencia, entonces no se puede hacer nada; sólo es necesario que cada uno acepte tomar su responsabilidad y esté dispuesto a pagar por sus propios errores… y el error más grave fue vacilar. Hitler y los suyos tendrían que haber sido parados de inmediato, aunque hubiesen vencido las elecciones. Había que haberlos parado inmediatamente y con todos los medios. Había que haberles parado a cualquier coste. Hubiese habido millones y millones de muertos menos.
            No era el único culpable, pero esto no disminuía mis responsabilidades… no era un consuelo.  Permanecí en silencio el resto del proceso, dispuesto a aceptar cualquier condena que me hubiese sido aplicada. A menudo le daba vueltas a la última frase del cuento de Kafka, la que Hoffmann Sandor leyó aquella primera tarde que nos encontramos en mi alojamiento: “aquí reposa el antiguo comandante. Sus secuaces, que ahora tienen que permanecer anónimos, le han excavado esta tumba y puesto esta lápida. Existe una profecía según la cual el comandante, después de unos años, resurgirá y guiará esta casa y a sus secuaces a la reconquista de la colonia. Tened fe y esperad”.
            Tened fe y esperad: la profecía dice que el horror volverá… ese horror que está siempre dispuesto a volver, mantenido… esparcido por el viento con nuevas y diversas formas de propaganda.
            Fui absuelto, no había cometido crímenes graves, no había ordenado masacres. Fui absuelto por una justicia banal: una justicia que condena sólo a los verdugos.
            Fui absuelto, pero mi vida era ya… era una montaña de ruinas y lo sería ya para siempre. Probé a reconstruir una normalidad, fuera de Alemania… el matrimonio, los hijos… Probé porque me restaba aún un deber ante la vida… ante un amigo… tenía que montar la película… debía hacerlo. Ahora, la película secreta de Hoffmann Sandor… la última grabación de Hofmann Sandor… “En la colonia penitenciaria”, libremente inspirada en el cuento de Franz Kafka, está en tus manos. Es una película maravillosa, preciosa. Hazlo ver a los historiadores del cine, haz de modo que venga proyectado y conservado en las filmotecas. Te dejo este encargo porque yo me siento enfermo.
            Estoy obsesionado con una pregunta a la que no encuentro respuesta.
            ¿Cómo defenderse? ¿Cómo pueden defenderse los pueblos del demonio ambiguo de la propaganda?
            Quizá sólo la razón y la cultura puedan salvar a los pueblos; una cultura auténtica, profunda.
            Pero demasiado frecuentemente la cultura se transforma en erudición estéril o en prejuicio para sostener los propios conceptos previos o las propias elecciones ideológicas… demasiadas pocas veces la cultura consigue ser la fuerza que permite entender los valores reales, los valores profundos.
            Demasiado frecuentemente la razón se adormece y la cultura se convierte en un ejercicio inútil.
            Y así, hijo mío, sin una respuesta, y con pocas esperanzas… te abrazo… perdóname la falta de ironía… perdona si no consigo construirme ilusiones… y continuar adelante como si nada. No consigo vivir en el terror de que lo que sucedió pueda suceder de nuevo… si es terrible tener este miedo sabiendo haber sido, y poder volver a ser de nuevo, una de las víctimas… es insoportable tener este miedo sabiendo haber sido, y poder volver a ser, verdugo.
            Perdóname… tu padre”

            … antes de proyectar las imágenes… quisiera añadir una pequeña reflexión… un nexo… un recuerdo. Mi padre… un fantasma… No recuerdo haber oído nunca su voz… mi madre respetaba su silencio, su cerrazón… cuando yo y mi hermana jugábamos… tenía cuidado de hacer en modo que no le molestásemos… así, hemos sido educados para aceptarlo y respetarlo. Cuando más mayor, le pregunté a mi madre por qué mi padre era… así… me dijo sólo que había sufrido mucho…
            Lo único que puedo añadir a todo lo que ya ha sido dicho, es una cosa que me dijo mi tío Luca Alberto, el hermano de mi madre… me refirió un breve coloquio que había tenido con mi padre.. estaban al inicio de 1954; mi tío llegó a casa con un regalo… un televisor… las transmisiones de la RAI[1] habían comenzado hacia poco… mi padre y mi tío hablaron un poco… mi padre comprendió inmediatamente… si con la radio, los periódicos, el cine… se había llegado donde se había llegado… ¿Qué hubiese sucedido entonces con este nuevo medio que, como la radio, habría podido llegar a todas las casas y llevar a todas las casas no sólo los discursos sino también las imágenes?... las mentiras de la propaganda habrían podido ser mucho más convincentes, mucho más eficaces…
            Mi padre comprendió inmediatamente que la propaganda a través de la televisión habría sido invencible… y perdió toda esperanza. Pocos meses después, dejó de hablar definitivamente…
            Adelante… podemos proyectar las imágenes

            En este punto se bajan las luces de la sala y sigue una breve proyección de imágenes de los campos (pero también de paradas nazis y de Hitler hablando a las masas en delirio). La secuencia concluye con la imagen del rostro de Franz Kafka.



[1] En España diríamos “de Televisión Española”.

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